Era un panorama desolador el del planeta
tierra. La explosión de sucesivas armas nucleares en el conflicto entre las naciones más poderosas, había
dejado un paisaje lleno de ruinas,
escombros, dolor, pobreza, violencia y desasosiego. Las fuentes de energía
estaban deterioradas en el más optimista de los escenarios. El común
denominador era una lucha feroz por los alimentos y agua potable, si es que
había alguna. Las madres angustiadas mendigaban por las calles, golpeando en
las casuchas improvisadas de lata,
cartón o cualquier otro material que estuviese a la mano. Preguntaban por un
pedazo de pan, por algún suministro de líquido, para llevar de vuelta a sus
casas. En ocasiones retornaban frustradas con las manos vacías, mientras los
niños lloraban hambrientos, con su aspecto lúgubre y desnutrido.
Las ciudades estaban separadas entre sí, por
la ausencia de comunicaciones y transporte. Los vehículos tradicionales ya no
servían por la ausencia de petróleo, y la electricidad era muy limitada,
pequeños generadores reutilizados
proveían a ciertos sectores que cubrían algunos escasos metros a la redonda,
administrados por infames vividores que cobraban su servicio en dinero o
especie. En realidad el dinero había perdido su valor y el trueque había
recobrado su importancia. La gente
intercambiaba cualquier cosa que estuviese a la mano: viejos electrodomésticos,
enlatados, herramientas, vestuario, etc. Pero el bien más preciado era el agua
y en general cualquier alimento que estuviese a la mano.
La Gran Ciudad no estaba exenta de este tipo
de vivencias. Pequeñas comunidades
dispersas al interior de la misma, empezaron a surgir de forma espontánea,
agrupados según su cercanía. Vecinos que nunca se habían visto el rostro,
salieron a las calles luego de las explosiones. Los que sobrevivieron. Se
reunían semanalmente para dar cuenta de como estaban. Hablaban de su estado de
salud, de sus tristezas y angustias, se sentaban alrededor del fuego en la
noche y hablaban hasta entrado el amanecer. Los ancianos empezaron a contar sus
viejas historias, aquellas que sus nietos no habían querido escuchar, ahora se
impregnaban de gran color e interés. El entretenimiento tradicional de la
televisión y el internet ya no existía. De alguna manera, la creatividad
empezaba a desperezarse, la imaginación se aceitaba, y los jóvenes querían volver a soñar con un
mundo mejor. Había un breve destello de
esperanza que emergía en medio de esa densa oscuridad.
David escuchaba atentamente las historias de
su padre, Jonás. Se sorprendía al ver cómo el viejo había salido de su mutismo
y se había unido a este grupo de ancianos graciosos. Le alegraba verlo salir
del silencio en el cual se había refugiado desde que su madre había muerto,
años atrás de las explosiones de la Gran Guerra. Jonás era un trabajador ejemplar. Siempre
llegaba a la casa con algo para sus hijos, así fuese una simple fruta. Le
costaba expresar sus emociones, pero aun así sus hijos corrían emocionados cada vez que Karla,
su esposa, anunciaba su llegada.
David estaba casado con Sara y tenían un
hijo: Miguel. David había tenía estudios de ingeniería pero nunca pudo
finalizar sus estudios. No era muy constante en las cosas que emprendía, se
dejaba distraer con otras cosas y cambiaba sus prioridades. Había emprendido
estudios en bellas artes y era gran admirador de Leonardo Da Vinci. Le
interesaban particularmente aquellas máquinas voladoras, le gustaban esos
artefactos con engranajes, cuerdas, poleas y mecanismos complejos que le
permitiesen multiplicar su fuerza y poder volar, nadar, bucear o simplemente
romper una nuez.
Fue a través de estas tertulias nocturnas
como la comunidad empezó a recuperarse. El diálogo trajo fortaleza y ánimo.
Escuchar las voces reconfortaba en medio del hambre que pasaban. Había pasado
un año ya y muchos seguían ensimismados por su tragedia, amargados, deprimidos,
sin ganas de continuar luchando. Pero de pronto, algunos empezaron a salir de
este gran letargo, entre ellos David. Un día despertó con una idea en su
cabeza:
-
- Necesitamos
recuperar el contacto. Ver si hay gente más allá de este territorio. No tenemos
suficientes recursos, tenemos que salir-.
Algunos lo miraron con cara de incredulidad,
otros estaban atemorizados, pero todos sabían que él tenía razón. Previendo la
hecatombe, algunos habían ahorrado algunos
suministros en bodegas subterráneas y lo compartían con los demás, pero
ya se estaban agotando. Otros guardaron algunas semillas y tenían unos pequeños
cultivos que producían cosechas bastante pobres, tal vez afectadas por la
lluvia ácida. Eran alrededor de trescientas personas entre hombres, mujeres
y niños que en cualquier momento podrían
perder la cordura y comenzar a agredirse, lastimarse o simplemente dispersarse.
Pero ninguno hasta ahora se había atrevido ir más allá de las fronteras
delimitadas por las montañas de escombros, latas retorcidas y vías arruinadas.
Sentían que el peligro estaba más allá de sus límites visibles.
David habló con varias personas acerca de su
idea y solo algunos pocos le pusieron atención. Pensaron que estaba perdiendo
la cabeza o que estaba siendo preso de la desesperación. Sara, su esposa, no lo
objetó. Ella lo escuchaba y estaba decidida a acompañarlo en su travesía.
Victoria y Alex, una pareja joven que se conoció en la comunidad, decidieron
unirse. Tomás, un viejo explorador decidió que los iba a acompañar pues él
sabía muchas técnicas de supervivencia que les serían de gran utilidad.
Un día cualquiera emprendieron su aventura.
Cada uno cargaba un morral con alimentos y provisiones para sobrevivir unos
cuatro días, según Tomás. Caminaron por largas horas, pero el panorama era
desolador. Solo veían destrucción y más ruinas. Acamparon en una zona que les
pareció conocida, por un reconocido
edificio que aún conservaba parte de su
fachada. Estaban ubicados en la zona céntrica de la ciudad. Luego de caminar horas y horas sin rumbo fijo
decidieron regresar. Tomás había tomado nota de los referentes para poder
retornar y lo hicieron sin inconveniente. Cuando los vieron llegar, estaban
reunidos alrededor de la fogata, calentando algo de comida. Los miraron con un
leve asomo de curiosidad, esperando una
respuesta positiva. Sin embargo al ver sus rostros apagados y tristes, supieron
de inmediato que las noticias no eran buenas.
- -
Lo
sabía-. Dijo uno de los ancianos, - ¡Estas bombas de porquería!-.
-
¡No!-
repuso David. – Necesitamos llegar más lejos. Pero no lo podemos hacer
caminando-.
-
¡Ja!
¿Y entonces cómo?-, le interrumpió el anciano,- ¿Volando?-.
-
-Tal
vez-
David había pasado la noche en vela. Sentía
frustración pero algo en él se había encendido. Era la esperanza. Algo que
hacía mucho tiempo no hacía parte de su lenguaje ni estilo de vida. Siguió
dando vueltas durante horas en el colchón y no pudo conciliar el sueño. Se
levantó y empezó a escarbar entre algunas cajas que tenía arrumadas en un
rincón. Estuvo observando fotos de su familia, revistas, libros de su
universidad, recortes, apuntes de cuadernos. Su mente daba vueltas, estaba
inquieto, quería encontrar algo, alguna idea, una imagen, una frase que le
soltase una pista acerca de lo que quería buscar. No sabía ni siquiera lo que
buscaba, pero sabía que tenía que encontrar primero el motivo de su repentina
inquietud.
-
¡Acuéstate!-,
le dijo Sara.
- -
Luego…luego…no
tengo ahora tiempo para dormir-, le respondió.
En el fondo de una caja vio un gran libro
lleno de polvo. Era su libro favorito. Un libro con muchas imágenes de
artistas: pintores y escultores de todas las épocas. Lo había adquirido con
mucho esfuerzo y siempre lo mostraba a sus amigos cuando estaba en la
universidad. Pasó las páginas y se detuvo en su artista favorito: Leonardo Da
Vinci. El tiempo pareciera que se hubiese suspendido. Pasaba las páginas con
gran lentitud, analizaba minuciosamente cada detalle de sus dibujos, la sonrisa
esbozada de La Gioconda, los artefactos…
-
¡Los
artefactos!-, gritó.
Su esposa se despertó asustada pero no
entendió lo que había dicho. Se levantó y fue a buscar a su hijo para ver si
estaba bien. Ya había amanecido y salió a buscar algo de alimento en la huerta
improvisada que tenían al frente de su casa.
-
Tal
vez si construyese una máquina voladora, podría llegar más lejos y divisar
otras personas. Es posible que estén en mejores condiciones que nosotros-,
pensó David.
Salió a la calle y se quedó estupefacto. Todo aquel
basural de escombros que solía ser su paisaje cotidiano se transformó
ante sus ojos. Todo había cobrado vida. Eran cientos de miles de piezas de
posibles máquinas que podría construir. Eran piezas sueltas de un rompecabezas
que estaba listo para ser armado. Las
ruedas de los carros, las puertas desvencijadas, los armarios, alambres,
televisores inutilizados, todas esas piezas sueltas por ahí se podrían encajar
para hacer algo completamente nuevo. Sintió que estaban durmiendo encima de
aquello que les podría dar la salida.
Empezó a caminar de un lado para otro,
recogiendo cualquier cosa que le pareciese útil: tejas, cartones, tornillos,
latas, puntillas…y luego las dejaba a un
lado de la casa. La gente lo miraba con extrañeza. Pensaban que en realidad
estaba volviéndose loco. Ahora se había convertido en un reciclador o en un
acumulador de objetos inútiles. Todos los días pasaba con un nuevo objeto en la
mano, todo parecía servirle.
-
Otro
loco que se añade a la lista-, dijo una de las señoras que ayudaba a cocinar
los alimentos.
– Con este ya van tres que se les corre la teja en lo que vamos
del año… ¡Y parecía tan buen muchacho!-.
Sara estaba preocupada por él. David no comía
bien y había perdido peso. Ya no se afeitaba y empleaba la mayor parte del
tiempo haciendo lo mismo: recoger cosas por ahí. Ella le preguntaba que hacía, por qué lo
hacía, pero él solo la miraba de reojo y luego continuaba en su ajetreo. Su
hijo tenía unos ocho años de edad y había encontrado en la actividad de su
padre algo divertido. Le ayudaba a organizar las piezas y las clasificaban
según el material o la forma. También salía con él a caminar, a veces hasta muy
lejos, y regresaban agotados cargando una cantidad de objetos que al parecer no
tenían utilidad alguna.
Cuando pensó que ya había acumulado lo
suficiente, construyó con latas y cartones una especie de bodega, para proteger
su inventario. Tomó una vieja agenda y empezó a dibujar trazos de una posible
máquina. Estuvo así durante una semana, haciendo rayones, planeando, arrancando
hojas y comenzando de nuevo. Borraba, tachaba, reteñía y poco a poco le daba
forma a una quimera que solo podía caber en su cabeza.
Tomás, el viejo explorador, lo fue a visitar
por sugerencia de Sara. Tal vez algo de contacto humano lo haría retornar a la
cruda realidad de la cual, aparentemente quería escapar.
-
- ¿Qué
haces?-, le preguntó.
- -
¿En
realidad quieres saber? O eres tan solo un enviado especial para indagar mi
nivel de locura…-, respondió David sin quitar la mirada de su agenda.
- -
La
verdad, siendo honesto, sí tengo curiosidad por saber lo que haces. Tal vez te
pueda ayudar.
-
- Te
diré lo que hago solo si prometes que me vas a ayudar-.
-
- Es
una promesa.
David levantó su mirada y esbozó una sonrisa.
Emocionado organizó sus notas y papeles y le pidió a Tomás que se sentara.
-
- Mira.
Estoy diseñando una máquina voladora-.
Tomás lo miró con incredulidad. En ese
instante creyó que realmente David se había enloquecido, pero prefirió no
demostrarlo. Se mantuvo calmado y quiso escucharlo, tal vez como una expresión
de compasión. Pasaron mas de dos horas y Tomás lo escuchaba atentamente. Lo
miraba a su rostro, tratando de descifrar si tal vez había esperanza para él,
si habría forma de sacarlo de su locura. Luego volvía a mirar la agenda,
tratando de hallarle sentido alguno a una cantidad de dibujos, rayas, flechas,
diagramas y explicaciones que eran disparadas como una metralleta. Era mucha
información difícil de digerir.
-
- ¿Qué
piensas?-, le preguntó David.
- -
No
se-, a decir verdad no soy muy experto en máquinas. Lo mío es el campo, la
naturaleza, la exploración. No puedo negar que lo que dices es muy interesante,
pero a la vez lo veo difícil. No eres un ingeniero aeronáutico o un
constructor, pero no puedo negar que eres muy creativo. Sin embargo te he
prometido que te iba a ayudar y lo voy a hacer. Pero voy a llamar a mi hermano,
Andrés. A él también le gustan estas cosas-.
David sintió alivio. Como si una pesada carga
hubiese caído de sus hombros. Tal vez Tomás no creyese que él estaba loco, que
sí había esperanza de construir este artefacto.
Tomás salió de la casa, mientras Sara lo
miraba con un poco de desánimo. Pensaba que no había sido de gran ayuda. Vió
como David regresaba de inmediato a sus apuntes y dibujos. No se cansaba. Comía
poco. Hablaba poco. Solo su hijo le indagaba acerca de su máquina y creía todo
a lo que decía su padre. El niño era el más emocionado de todos.
Había pasado más de una semana y Tomás aún no
cumplía su promesa. David decidió que había planeado lo suficiente y era tiempo
de ponerse manos a la obra. Se encerró en la bodega y empezó a escarbar en
medio de sus objetos, escogiendo los que consideraba más pertinentes para su
proyecto. El rumor ya se había esparcido en la comunidad. Decían que David se
había vuelto loco y que ahora quería construir alguna escultura.
-
- Tal
vez el arte lo pueda ayudar a recuperarse, él es bueno para esas cosas-, decía
su padre Jonás a la gente, para distraerlos y no dar mas importancia al asunto.
-
David había empezado y su esposa escuchaba
muchos ruidos, golpeteos y en general, los sonidos de alguien construyendo
algo. Al cabo de un tiempo apareció Tomás con su hermano, Diego. Golpearon
varias veces a la puerta, hasta que finalmente se asomó David.
-
- ¡Lo
prometido es deuda. Aquí estamos!-, dijo Tomás.
-
- ¡Muy
bien! ¡Sigan y les explico!, replicó David.
Los hizo seguir y de nuevo les mostró sus
dibujos. Estuvieron allí por espacio de cuatros horas, hablando ininterrumpidamente.
Diego se iba contagiando poco a poco de la emotividad y locura de David. Le
parecía que el proyecto de la máquina voladora no era del todo descabellado.
Las cosas que proponía eran coherentes desde el punto de vista aerodinámico,
físico y mecánico. Había posibilidades de que la cosa pudiese funcionar. Al
final del día estaban tres locos trabajando en el proyecto. Sara no lo podía
creer. Sin embargo se detuvo a meditar unos instantes y pensó que tal vez, su
esposo no estaba tan loco.
La gente ahora comentaba que eso era algo
contagioso, tal vez algún virus, y lo mejor era mantener a estos hombres a
raya, caminar un poco alejados y evitar saludarlos de beso o con la mano.
Cuando comían juntos, las madres alejaban a los niños y les decían en voz baja
que no se acercaran a ellos, porque tal vez, podrían estar enfermos.
- -
Yo
sé que ustedes no entienden lo que estamos haciendo, pero créanme que puede
funcionar. Es por el bien de todos. No es un acto de locura. Es una idea loca,
pero no estamos locos-, dijo Diego.
-
- ¿Qué
están haciendo?-, preguntó alguien.
- -
Aún
no lo podemos decir. Es mejor que no lo sepan, pero a su tiempo lo sabrán-,
dijo David.
David ahora estaba más tranquilo. Los tres
hombres trabajaban incansablemente, todos los días, pero estaban alegres. Se
sentían útiles de nuevo. El proyecto los embargaba de emoción, de una pasión
que tal vez nunca habían sentido. Ni
siquiera antes, cuando todo era normal, cuando no había ruinas, cuando todo
estaba aparentemente en paz y bajo control.
Luego de tres meses de arduo trabajo el día
había llegado. Era el tiempo de probar la genialidad de estos tres soñadores.
Todos fueron llegando poco a poco para ver que era lo que habían hecho y si
este invento tendría alguna utilidad. Diego y Tomás prepararon una corta pista
en una calle aledaña. Luego abrieron la puerta de la bodega lentamente, dándole
un aire especial al acontecimiento que se avecinaba. Al fondo estaba David
metido en su pequeña máquina voladora. Tenía las alas ubicadas en la parte
superior, con la forma de un murciélago. Funcionaban con un movimiento de
aleteo y eran accionadas por dos mecanismos complementarios: uno directo por
medio de los brazos y otro indirecto con los pies a través de pedales. Un motor
auxiliar se había adaptado, para utilizarlo
cuando el piloto estuviese cansado. Tenía un sillín pequeño pero cómodo y este
a su vez se apoyaba sobre dos ruedas de bicicleta ubicadas paralelamente como
las sillas de ruedas.
La gente observaba en silencio y con asombro,
sin embargo los niños no podían ocultar su emoción y querían acercarse más para
tocar la máquina. Sus madres se lo impedían y les decían que era más seguro
verla de lejos. La máquina sin lugar a dudas no era un simple armazón de latas,
telas y engranajes. Era una auténtica obra de arte. Si no lograba su cometido,
por lo menos sería un bello intento. David había impregnado en esta máquina la
estética y la esencia de Leonardo Da Vinci. Era un digno homenaje al
renacimiento.
Sara besó en la mejilla a su esposo y le
entregó un paquete con algunas provisiones. Estaba asustada. No sabía cuan alto
esa máquina se iba a elevar, si es que realmente lo pudiese hacer, y tenía
miedo que se cayera de una gran altura. Preparó una merienda abundante y la
guardó en un cajón especial que estaba ubicado debajo de silla. Parecía un pequeño ritual para un suicidio
premeditado. Su hijo no parecía vislumbrar riesgo alguno y estaba emocionado.
Le dijo que quería ir con él, pero su padre no lo permitió. Le dijo que no
estaba seguro si la máquina podría resistir el peso de los dos, pero en
realidad no quería sufrir un percance y arriesgar su vida. El hijo tenía una
cámara fotográfica y le tomó muchas fotos. Los otros niños lograron escaparse y
también quisieron tomarse fotos con la nueva máquina. Poco a poco se fue
propagando un entusiasmo inusual. El entusiasmo de estos tres intrépidos
aventureros se había empezado a contagiar.
Se dirigieron entonces a la improvisada pista
de despegue. Diego y Tomás se hicieron a lado y lado del sillín, y empezaron a
empujar la máquina. Mientras tanto David pedaleaba con todas sus fuerzas. Las
alas se movían con una armonía sin igual. El animal mecánico cobraba vida y su
vigor se iba incrementando paso a paso. La velocidad del aparato superó a la de
los corredores y escapó de su alcance. Lentamente el artefacto se elevó, con
algo de torpeza y dificultad debido a cierto viento que se presentó
repentinamente. Sin embargo no se detuvo. Siguió elevándose cada vez más hasta
levantarse imponente en medio del firmamento. La gente gritaba de emoción.
Había lágrimas, abrazos, risas y muchas ganas de celebrar. David se perdió en
el firmamento, hasta desaparecer en la distancia. Era una proeza, un logro que
daba aliento, ánimo, una buena noticia, un destello de esperanza en un mar de
tristeza.
Pasaron varios días y no llegaban noticias de
David. Su esposa estaba triste pero Tomás estaba muy pendiente de ella. Todos
los días pasaba a visitarla. Le recordaba que su esposo era un héroe y a la vez
un genio. La máquina estaba perfectamente concebida y no les iba a defraudar.
Su hijo no tenía temor alguno y sabía
que su papá prontamente regresaría con algún regalo especial para él, así como
lo había prometido. Les dijo que la
noche anterior había soñado con un águila gigante que llegaba hasta su casa y
se posaba en el tejado. Cargaba en sus patas un canasto con alimentos. Y que luego veía que no era
una, sino miles de águilas que iban y venían trayendo muchas provisiones
regalos desde lugares lejanos.
Había pasado un mes y la gente había entristecido
de nuevo. Los embargaba la nostalgia y los recuerdos, el duelo de la guerra
seguía latente. Pero lo que mas le afectaba en ese momento a todos era la
ausencia de David. Pensaban que, definitivamente había caído en medio de la
nada, se había accidentado, o simplemente se murió de hambre y cansancio en el
camino. Estaba a punto de ocultarse el sol, cuando el hijo de David empezó a
gritar señalando el horizonte:
- -
¡Mira
mamá! ¡Un águila!... ¡El águila que vi en el sueño!
- -
¡No!
¡No es un águila!-, respondió Sara. -¡Es David! ¡Ha regresado! ¡Está vivo!
Todos los vecinos salieron a la calle. La
máquina voladora se acercaba con majestuosidad, planeaba como un ave cazadora
en busca de su presa. Era sin lugar a dudas, un artefacto hermoso, genialmente
concebido. Las lágrimas afloraron de nuevo, la emoción fue total, había valido
la pena.
David les dijo que estuvo en el aire durante
cuatro días. En ocasiones pedaleaba, luego descansaba. Reconoció que la
catástrofe era inmensa, pero que la naturaleza estaba resurgiendo en algunos
lugares. Cuando logró ver gente hizo su
aproximación pero su aterrizaje fue bastante accidentado por lo que tardó un
buen tiempo reparando el artefacto. Lo recibieron con mucha alegría y le
preguntaron desde donde venía. Ellos tenían buenas provisiones y ya tenían
algunas plantaciones mejor organizadas. Estaban sorprendidos porque ellos
tampoco habían hecho contacto con gente cercana. Mostraron un gran interés en
su aeronave y le pidieron que regresara, si fuese posible, que trajera otra nave
para ellos, estaban dispuestos a comprarla.
Sara, su hijo, Jonás, Tomás, Diego y todos
los demás escuchaban estupefactos, felices, curiosos y sorprendidos. David
trajo algunas provisiones: frutas, granos y algo de carne. Estaban felices por
ver algo distinto. Ya estaban hastiados de enlatados. David les dijo que ahora
iba a empezar a trabajar en la construcción de una segunda máquina voladora,
pero que también comenzaría el diseño de
un vehículo terrestre. Muchos hombres y mujeres se vincularon a este nuevo
proyecto. Ahora eran muchas manos las que estaban dispuestas a colaborar. La
gente empezó a creer que mientras estuvieran con vida, podrían sentirse útiles
y construir de nuevo su país, aprendieron a ver con los ojos de David, en los
basurales, en los escombros, siguieron hallando engranajes, ruedas, alas,
mecanismos, piezas sueltas que fueron encajando poco a poco.
Establecieron contacto con nuevas comunidades
y las distancias se acortaron de nuevo.
Construyeron muchos aparatos que fueron de gran utilidad para otros pueblos y
regiones. Ellos se hicieron famosos, fueron llamados “La comunidad de los
artefactos”. Sus inventos no eran nuevos, a decir verdad, pero eran creativos
pues construían con elementos que estaban disponibles, con la destreza de sus
manos y la estética de los pintores renacentistas. Eran obras maestras de arte
y aparte de esto, funcionaban. Esto ocurrió en el año 2300, en la era de los
artefactos.
Me gusta la ciencia ficción y esta es una buena historia, me gusto!. Tal vez le hizo falta un poco más de drama, el héroe la tuvo muy fácil.
ResponderEliminarGracias Lequerin!
Tienes toda la razón. Apresuré la historia porque quería participar en un concurso. He tomado la decisión de disfrutar las historias y no estar pensando en escribir contrareloj...
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